Los periódicos reaccionarios de todos los matices nos han atronado los oídos en estos últimos días con la expansión de su ruidoso entusiasmo, de sus himnos pindáricos; verdadero "deliriums tremens" de la adulación cortesana. Según ellos, no la casta Berenguela, ni la animosa María de Molina, ni la generosa Sancha, ni la grande Isabel, ni Reina alguna desde Semíramis hasta María Luisa, han tenido inspiración semejante a la inspiración que registrarán con gloria nuestros anales y escribirán con letras de oro los agradecidos pueblos en bruñidos mármoles.
Vamos a ver con serena imparcialidad qué resta, en último termino, del celebrado rasgo. Resta primero una grande ilegalidad. En los países constitucionales el Rey debe contar por única renta la lista civil, el estipendio que las Cortes le decretan para sostener su dignidad. Impidiendo al Rey tener una existencia aparte, una propiedad, como Rey, aparte de los presupuestos generales del país, se consigue unirlo íntimamente con el pueblo.
Hace mucho tiempo que se viene encareciendo cuánto podían servir para sacar de apurtos al Erario los bienes patrimoniales de la Corona. Y, sin embargo, nada, absolutamente nada se sacará ahora; nada. La Reina se reserva los tesoros de nuestras artes, los feraces territorios de Aranjuez, el Pardo, la Casa de Campo, la Moncloa, San Lorenzo, el Retiro, San Ildefonso: más de cien leguas cuadradas, donde no podrá dar sus frutos el trabajo libre, donde la amortización extenderá su lepra cancerosa. El Valle de Alcudia, que es la la principal riqueza del Patrimonio, compuesto de ciento veinte millares de tierra, no podrá ser desamortizado a causa de no pertenecer a la Corona, y, según sentencias últimas, pertenece a los herederos de Godoy. En igual caso se encuentra la riquísima finca de la Albufera, traspasada por Carlos IV a Godoy en cambio de unas dehesas de Aranjuez y unos terrenos de Moncloa. Si después de esto se transmite a la Corona el veinticinco por ciento de cuanto haya de venderse, quisiéramos que nos dijesen los periódicos reaccionarios que resta del tan celebrado rasgo, qué resta sino un grande y terrible desencanto.
Los bienes que se reserva el Patrimonio son inmensos: el veinticinco por ciento, desproporcionado; la Comisión que ha de hacer las divisiones y el deslinde de las tierras, tan tarda como las que deslindan de los bienes del Clero; y en último resultado, lo que reste del botín que acapara sin derecho el Patrimonio vendrá a engordar a una docena de traficantes, de usureros, en vez de ceder en beneficio del pueblo. Véase, pues, si tenemos razón; véase si tenemos derechos para protestar contra ese proyecto de Ley, que, desde el punto de vista político, es una engaño; desde el punto de vista legal, un gran desacato a la ley; desde el punto de vista popular, una amenaza a los intereses del pueblo, y desde todos los puntos de vista uno de esos amaños de que el partido moderado se vale para sostenerse en un Poder que la voluntad de la nación rechaza; que la conciencia de la nación maldice.
Emilio Castelar, en el periódico La Democracia, de 25 de febrero de 1865.
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El rasgo, de Emilio Castelar
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