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En España el respeto es revolucionario. Fernando de los Ríos.

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UN CARRUSEL CONSANGUINEO: ENLACES MATRIMONIALES Y RAZÓN DE ESTADO.

Concedamos a Carlos V un 50% de sangre española: era hijo de Juana de Castilla, hija a su vez de los Reyes Católicos, Fernando e Isabel. Pero por las venas del emperador corría un cuarto de sangre borgoñona y otro cuarto de sangre Habsburgo, pues su padre, el archiduque Felipe el Hermoso, era hijo del emperador Maximiliano de Habsburgo y de María de Borgoña, la heredera del Temerario. 

Con Felipe II, la mezcla se enriqueció, por decirlo de algún modo, con algunas pintas de sangre portuguesa: su madre, la emperatriz Isabel era hija del rey Manuel de Portugal y de... María de Castilla, otra hija de los Reyes Católicos, hermana de Juana, lo que significa que Carlos V se había casado con su prima hermana. 



 Estos matrimonios entre primos hermanos o entre tíos y sobrinas moldean realmente a toda la dinastía de los Habsburgo españoles, implicándose también en ellos los Habsburgo de Viena, los Borbones de Francia y la familia real portuguesa, entre otros. 

Felipe II, por ejemplo, se casó cuatro veces. El primer y cuarto matrimonios se hicieron con una prima hermana y una sobrina: primero, María Manuela de Portugal, hija de la hermana de Carlos V, Catalina, y del hermano de Isabel, Juan III. Doble parentesco en grado de primos hermanos, por lo tanto. También se casó con Ana de Austria , hija de María, la propia hermana de Felipe, y del emperador Maximiliano II de Habsburgo, sobrino a su vez de Carlos V. De este matrimonio procedía el futuro Felipe III, que como hemos visto recibió una dosis suplementaria de genes Habsburgo. Entretanto, Felipe II se había casado con la María Tudor y luego con Isabel (o Elisabeth) de Valois  hija de Enrique II y de Catalina de Médicis. De este tercer matrimonio nacieron dos hijasIsabel Clara Eugenia, que no tendrá descendencia de su unión con el archiduque Alberto, hijo de Maximiliano II y, por tanto, primo hermano de la propia Isabel Clara Eugenia. Y Catalina Micaela quien, por el contrario, tuvo un montón de hijos con su esposo, el duque Carlos Emanuel de Saboya.


Carlos V y Felipe II amaron mucho a las mujeres; ya los observadores de su tiempo resaltaron su gusto por los placeres del sexo. Badoaro no duda en escribir de Carlos V: "Allí donde ha ido, se le ha visto dedicarse a los placeres del amor con mujeres de toda condición". Es justo matizar que esto es cierto antes de su matrimonio y después de su viudedad (...) Antes de este matrimonio, Carlos tuvo, entre otras, una relación con  Juana van der Gheyst, perteneciente a una noble familia flamenca, con quien tuvo también una hija llamada Margarita. Tras la muerte de Isabel, la aventura más notable del emperador fue su relación con la alemana Bárbara de Blomberg, de la que nació Juan de Austria en la ciudad de Ratisbona, en 1545.

La sensualidad de Felipe II no fue menor que la de su padre y la representación del "rey-monje de El Escorial", la imagen que triunfa en la opinión más difundida sobre su persona, sólo corresponde a la última época de la vida del rey, superponiéndose a otras imágenes igualmente verídicas de los tiempos de su juventud y madurez. Podríamos rechazar los testimonios de sus enemigos más encarnizados (Guillermo de Orange, Antonio Pérez, etc.), pero no hay por qué dudar de las opiniones de los embajadores venecianos, espectadores mucho más objetivos. Badoaro afirma que el joven Felipe se veía muy atraído por las mujeres, Tiépolo que eran su divertimento preferido, Soranzo que gustaba aislarse con una mujer en una de las casas de campo que pertenecían a la Corona... Por ende, conocemos bien alguna de esas relaciones: la que tuvo con Isabel Osorio, noble castellana del ilustre linaje de los Rojas, dama de honor de la emperatriz y luego de sus hijas, cuando apenas contaba dieciséis años. o la que le unió a Eufrasia de Guzmán. El período de gran actividad amorosa de Felipe II corresponde a los años 1545-1554, tras la muerte de María Manuela, y los primeros tiempos de su matrimonio con Isabel de Valois tampoco estuvieron exentos de aventuras extraconyugales. 

Felipe III se casó una sola vez. Pero que nadie crea que faltó a la tradición: su matrimonio no transgredió el círculo familiar, pues su esposa, la archiduquesa Margarita de Austria, era la nieta de Fernando I, hermano y sucesor de Carlos V en el trono. ¡Milagro! Margarita sólo era prima de Felipe III en segundo grado y aportaba un toque exótico: la sangre bávara de su madre, María de Baviera. 


En cuanto a Felipe IV, primero se casó con Isabel (o Elisabeth) de Borbón -hija de Enrique IV y María de Médicis-, de quien nació tardíamente María Teresa, futura reina de Francia, discreta y olvidada esposa del Rey Sol, su primo hermano, pues Ana de Austria, esposa de Luis XIII y madre de Luis XIV, era a su vez hija de Felipe III de España. 

Para acabar de redondear la cuestión, Felipe IV acabó con su sobrina, Mariana de Austria, hija de su hermana María, que se había casado con el rey Fernando de Hungría. Los matrimonios que acabamos de reseñar, todos ellos en los límites del incesto, no colman la lista de uniones familiares de la dinastía de los Habsburgo españoles. 

La infanta Margarita María, hija de Felipe IV y Mariana de Austria, se unió con su primo, el emperador Leopoldo. Y Carlos II, último de la dinastía, se casó en primeras nupcias con María Luisa de Orleans, nieta de la infanta española y reina de Francia Ana de Austria. 


Como hemos visto, reyes y reinas de España, príncipes e infantas son los protagonistas de esta Internacional del trono en que la cama de reinas y princesas era el lugar de reunión obligado. Extraño y casi mórbido torbellino de abrazos concertados y controlados, de genes surgidos con excesiva frecuencia del mismo tronco. Y, a excepción de algunas aventuras felices, verdaderos regalos del destino (como el apasionado amor de Carlos V e Isabel de Portugal, o el de Felipe II e Isabel de Valois), privaron los tristes amores entre aquellos primos y primas, tíos y sobrinas, todos ellos (especialmente las mujeres) sacrificados a las estrategias matrimoniales de las cortes europeas, a los intereses de España, Austria, Portugal, Francia, Florencia o Baviera. 

La repetida mezcla, a lo largo de las generaciones, de la sangre de tres familias reales (la castellana, la portuguesa y la austríaca, a pesar de la irrupción circunstancial de algunos glóbulos franceses o florentinos, pues las reinas llegadas de Francia eran hijas de Médicis) sólo podía conducir al desastre. En efecto,¿cómo sorprenderse de aquellos naufragios biológicos que, en aquel Siglo de Oro, nos muestra la historia de la dinastía? Uno de ellos fue el lamentable don Carlos, concebido por dos jóvenes (el futuro Felipe II y María Manuela de Portugal), ambos púberes pero inmaduros, que todavía no habían cumplido los 17 años, por añadidura dos veces primos hermanos tanto por línea paterna como materna. Este don Carlos, que empezó en la vida acabando con su madre, muerta cuatro días después del parto, fue un ser desgraciado, sin duda perverso, que fue sacrificado a la razón de Estado en 1568, a la edad de 23 años. Otro ejemplo notable, también llamado Carlos, fue el del ocaso de la dinastía; el rey Carlos II, nacido de un viejo monarca que había frecuentado mil alcobas, hijo predilecto de Venus, y de su joven sobrina, ambos fruto de la letanía de uniones entre parientes muy próximos que, entre otros, el pincel de Claudio Coello nos legó con una imagen cruel. 

¿Cómo sorprenderse por la elevadísima mortalidad infantil de esas familias reales? Contrariamente a lo que cabe esperar por el tono social, era una mortalidad superior a la del patriciado urbano, de los artesanos o de los trabajadores. Y todo ello a pesar de las preocupaciones y protecciones, a pesar de las seleccionadas y bien alimentadas nodrizas, a pesar -o por causa- de los médicos, siempre presentes.

De 1527, año del nacimiento de Felipe II, a 1661, año en que Mariana de Austria dio a luz al futuro Carlos II, "las reinas o futuras reinas de España dieron al mundo 34 infantes o infantas... 17 de ellos, exactamente la mitad, no alcanzaron el décimo año de vida". También se podría precisar que 10 de esos 34 pequeños príncipes o princesas fallecieron antes de alcanzar el primer año de vida, lo que representa más de un 29 por 100. En aquella época, la mortalidad infantil se sitúa entre el 19 y el 22 por 100 en los pueblos de Mocejón (Toledo) y Chiloeches (Guadalajara), o en la ciudad de Cáceres; hagamos constar que el cálculo se ha hecho considerando todas las clases sociales, incluso las más pobres. Conste también que no consideramos los abortos. 

La pintura de la época no hace trampas. Es cierto que celebra la belleza o la fuerza cuando la encuentra en una persona real. Tiziano inmortaliza la altiva belleza de la emperatriz Isabel de Portugal. Felipe II respira fuerza en sus retratos juveniles, debidos a Antonio Moro, y conserva un aire orgulloso en el retrato ecuestre de Rubens. Sin embargo, el propio Tiziano produjo al desencantado Carlos V, ansioso a pesar de la victoria de la batalla de Mühlberg. Y, aunque Margarita de Parma o Isabel Clara Eugenia presentaban una imagen lozana, a partir de Felipe III se afirma la decadencia biológica de la dinastía. Los retratos de Velázquez son de una sinceridad desprovista de concesiones: pintó al delicioso Baltasar Carlos, fallecido en 1646 antes de cumplir los 17 años, y a María, la bella hermana de Felipe IV; pero los retratos de Felipe III y Felipe IV acusan la palidez del semblante, el decaimiento del rostro, el prognatismo, el belfo de los Habsburgo, aquel labio inferior de un geotropismo ineluctable.
 

Hay un retrato de la infanta Margarita María que se salva por el frágil encanto de la primera infancia,  pero las infantas embutidas en aquellos rígidos vestidos, basquiñas o vertugados, marcados por los aros, muestran unos rostros de los que ha escapado la vida. La reina Mariana, una Habsburgo ya agotada, sólo sabe ofrecer a Velázquez una expresión huraña, destrozada por el aburrimiento. 


Barthélemy Joly, un francés que llegó a la corte de Felipe III en Valladolid el año 1604 o 1605, vio castellanos de pequeña estatura, tez morena, piel seca, cabello oscuro y con una barba corta. No son esos los rasgos somáticos de nuestros príncipes y princesas. ¿Por qué sorprenderse, si no se trata de las mismas gentes? ¿Es necesario repetirlo? Aquellos hombres y mujeres eran muy poco españoles, a pesar de su progresivo enraizamiento en el medio castellano. ¿Qué sabemos de su modo de vivir y concebir el mundo? Eran conscientes de que estaban representando un papel, de que ocupaban un lugar excepcional en la sociedad de su tiempo; un lugar del que, sin ninguna duda, ellos mismos exageraban la importancia. 

Ya he hablado en otro libro de la gran parada nupcial que ofrecían a sus pueblos con motivo de sus esponsorios, cuyo sentido político era evidente. Según si la novia real procedía de Portugal, Francia o el Imperio, si llegaba a España por tierra o por mar, las regiones que recorría -atravesadas con una calculada lentitud por el impresionante cortejo real- eran distintas. Cuando el matrimonio era portugués, eran las tierras de Salamanca, Extremadura y Andalucía; las dos Castillas, cuando se trataba de alianzas francesas; Valencia y Cataluña cuando las desposadas eran austríacas. Entonces había alegres entradas en las ciudades visitadas, que se acompañaban de ceremonias religiosas, banquetes y fuentes de vino, comedias y mascaradas, justas, torneos y corridas de toros, todo ello en el marco de aquellas insólitas visitas, recordadas en las ciudades y pueblos de generación en generación. 



Bartolome Benassar, La España de los Austrias (1516-1700). Crítica, Barcelona, 2000.


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