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En España el respeto es revolucionario. Fernando de los Ríos.

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Hobsbawm y la España de los cincuenta.

Llevaba un tiempo con una tarea pendiente, la lectura de la autobiografía de Eric Hobsbawm, un autor que siempre ha sido una de mis referencias. El libro complementa su Historia del Siglo XX con interesantes reflexiones sobre el Stalinismo, la Guerra Fría, el Mayo del 68, la evolución de los Partidos Comunistas en Europa, los intelectuales, etc.. Los aspectos referentes a España suelen aparecer a lo largo del libro, siempre vinculados a la movilización de la izquierda británica a favor de la República durante la Guerra Civil, no obstante, el capítulo 20 "De Franco a Berlusconi" se dedica a España e Italia específicamente, en España son dos las experiencias del autor, una incursión en Puigcerdá en plena Guerra Civil, con no demasiada fortuna, y su viaje a España en 1951, del que os dejo este fragmento, con algunas intuiciones, a mi parecer, bastante interesantes.



Ya no estoy seguro de qué me empujó a viajar a España en las vacaciones de Semana Santa de 1951. Era un país cuya lengua desconocía, aparte de algunos textos de eslóganes y canciones de la guerra civil y el vocabulario ideológico que, en cualquier caso, era internacional. Como haría posteriormente en Italia, tuve que aprenderlo con las conversaciones, haciendo uso de vez en cuando de un pequeño diccionario de bolsillo. (Me resultó más fácil en Italia, donde la gente con la que hablaba utilizaba un italiano culto, que en España, donde apenas pude intercambiar información con intelectuales. De haber podido, probablemente nos habríamos entendido en francés.) Pero de una forma u otra, lograría cierta fluidez -aunque no gramatical- en ambas lenguas en muy poco tiempo, empezando inmediatamente después de mi llegada a Barcelona, por una velada en el Café Nuevo del Paralelo (café y espectáculo, un duro) cuando mi vecino, un albañil recién llegado de Murcia en busca de trabajo, me enseñó palabras tales como “guapa”, “fea”, “gorda”, “delgada”,”rubia”, “morena” y otros vocablos importantes mientras me indicaba su significado señalando los rasgos correspondientes en Ias artistas (mediocres) del diminuto escenario.Mis apuntes de entonces dan a entender que sentía muchísima curiosidad por las noticias en torno al gran boicot a los tranvías, llevado a cabo con éxito a principios de marzo en Barcelona, contra la subida de las tarifas, al que siguió una huelga general sobre la que escribí un trabajo a mi regreso. Pensaba, con demasiada anticipación, que aquel acontecimiento «rompía esa corteza de pasividad que (ante la falta de organizaciones ilegales eficaces) constituye el mayor triunfo de Franco en la actualidad... Fue una valoración excesivamente optimista, aunque las primeras brechas en el régimen empezaron a abrirse en la segunda mitad de esa década. Los exiliados antifranquistas que conocí por aquel entonces no provenían exclusivamente del entorno republicano, como era el caso del historiador Nicolás Sánchez Albornoz, hijo del hombre al que los emigrados seguían considerando presidente nominal de una República fantasma, sino que eran hijos de familias que formaban la elite franquista. Uno de ellos, mi querido amigo Vicente Girbau León, había pasado de su puesto en el Ministerio de Asuntos Exteriores del general directamente a una de sus cárceles. Posteriormente compartiría conmigo mi piso en Bloomsbury, antes de colaborar en la fundación de la casa editorial Ruedo Ibérico, cuyas publicaciones, entre ellas la obra pionera sobre la guerra civil española escrita por Hugh Thomas pasarían de contrabando a la Península y ejercerían durante los años sesenta una gran influencia en el interior del país sobre el movimiento de disidencia juvenil en rápida expansión. También fue él quien me puso más tarde en contacto con los anarquistas.
En cualquier caso, en 1951 tuve mi primera experiencia de una Barcelona que seguía estando llena de “esos grupos de la policía armada con uniforme gris y con fusiles y metralletas, diseminados cada cien metros por el centro de la ciudad y las puertas de las fábricas” que también vigilaban los característicos edificios palaciegos de las sedes bancarias, símbolo del paisaje de las calles céntricas de la ciudades de la España de Franco cual fortalezas de los dirigentes que regían los destinos de un pueblo hambriento. Tras unos días en Barcelona me dirigí, haciendo una combinación de desplazamientos por tren y en autoestop, hasta Valencia, luego a Murcia, Madrid, Guadalajara y Zaragoza, para terminar regresando a Barcelona.
A comienzo de los cincuenta España era un país pobre y hambriento, quizá más hambriento que lo que ningún ser viviente pudiera recordar. La gente parecía vivir de patatas, coliflor y naranjas. Mientras contemplaba la maravillosa catedral de tonalidades rosadas de Tarragona entra las ruinas de su época romana, me preguntaba si acaso la ciudad había atravesado alguna vez en su antiquísima historia por una situación tan dramática como aquélla. En España no había voces públicas. Las noticias que se producían en Barcelona llegaban al resto del país de boca en boca, por los viajeros como yo, por los vendedores ambulantes, los camioneros y algún oyente ocasional de las emisoras dc radio extranjeras. En la prensa sólo se hacían oscuras alusiones. Intelectualmente, España, la mayor parte de cuyos talentos había emigrado, era un país asfixiado (pocas obras españolas en las librerías “serias”; las traducciones e incluso los clásicos de la literatura española estaban principalmente en ediciones que procedían de América Latina).
España era infeliz. Una y otra vez, en cafés, en las cabinas de los camiones, en las oficinas increíblemente feas del servicio de correos, en los vagones de los trenes, lentos pero baratos, la gente solía hacer comentarios como: “Este es el peor país del mundo” o “La gente de este país es más pobre que la de cualquier otro lugar”. “Todo en este país ha ido de mal en peor desde Primo de Rivera”, decía la matriarca de una familia de buhoneros de Madrid que me tomó bajo su protección. España no había olvidado la guerra civil, y los vencidos, aunque desprovistos de todo poder y sin esperanzas, no habían cambiado su forma de pensar al respecto. Y sin embargo, una y otra vez, cuando surgía el tema, siempre había alguien que decía: "La guerra civil: no hay nada peor. Padres contra hijos, hermanos contra hermanos”. La España de Franco de comienzos de los cincuenta era un régimen que se sostenía en cl argumento de Thomas Hobbes de que cualquier orden político eficaz es mejor que no tener orden. El régimen sobrevivió, a pesar de lo perceptible que era su injusticia y de la impopularidad de que gozaba entre las masas -en cualquier caso en la zona este del país por Ia que viajé-, no tanto por su poder y su disposición a sembrar el terror, sino porque nadie deseaba otra guerra civil. Quizá Franco no habría conseguido mantenerse en el poder si, al final de la Segunda Guerra Mundial, los norteamericanos y los británicos hubieran decidido lo contrario y hubiesen permitido a las unidades de la resistencia armada del sur de Francia, compuestas en su gran mayoría de españoles republicanos, invadir el país. Pero no lo hicieron.
Jornaleros agrarios en Guadalajara. Años 50.

España, sobre todo, era un país aislado. Su régimen manchado de sangre seguía viviendo bajo el caparazón de la antimodernidad, bajo el catolicismo tradicionalista y la autarquía. La extraordinaria industrialización del país, que lo haría irreconocible y que incluso cambiaría el aspecto físico de los españoles en los treinta o cuarenta años siguientes, apenas había empezado. ¿En qué otro país europeo, excepto en Portugal -otro Estado igualmente enclaustrado-, se podía encontrar aún un lugar como Murcia, cuyo aspecto no se diferenciaba en nada de una ciudad provinciana de los Habsburgo de antes de 1914: docenas de niñeras vestidas con uniforme negro y blanco, vigilando a sus niños por la alameda, observadas por los soldados desde los cuarteles cercanos: muchachas de clase media siempre acompañadas por carabinas: campesinos y tratantes de cerdos haciendo negocios en los bares del mercado? Los turistas se contaban por centenares, no por decenas de millones. Las costas del Mediterráneo todavía estaban vacías. Cuando pienso en las de la Andalucía de comienzos de los cincuenta, lo que me viene a la memoria es una carretera desierta, polvorienta, en medio de un calor sofocante, discurriendo entre las rocas y el mar bajo, y la visión de unos buitres que descendían del cielo por todos los lados para unirse al resto de sus congéneres que ya estaban destripando el cadáver de una mula o un asno. Quizá fuera la ausencia de ese gran corruptor de la moral que es el turismo en masa de los ricos en la tierra de los pobres lo que permitía a los españoles de aquella época mantener su orgullo tradicional. Nada me sorprendió más por aquel entonces que la insistencia de los hombres y mujeres humildes por mantener una relación de reciprocidad: no aceptaban un cigarrillo sin ofrecer otro a cambio, o rechazaban la invitación a una copa de brandy de un inglés evidentemente más acomodado al no poder corresponder adecuadamente, pero en cambio sí aceptaban un café porque hasta ahí llegaban. De acuerdo con mi experiencia, los extranjeros todavía no eran principalmente una fuente de ingresos para la gente pobre, ni siquiera cuando -como en 1952- llegaban a Sevilla, como hice yo con un grupo de amigos estudiantes, en un yate claramente británico y lo amarraban en la ciudad, justo en frente de los bares de Triana, que por aquel entonces aún no eran un lugar de encuentro de la gente bien.
Como España parecía anclada en su historia, y posiblemente seguiría así durante mucho tiempo, resultaba un escenario extraordinariamente peligroso para los observadores y los analistas del exterior. La presencia abrumadora de un pasado aparentemente inalterable -incluido el pasado más reciente- ocultaba las fuerzas, internas y externas, que en las próximas décadas transformarían el país de un modo más espectacular e irreversible que prácticamente cualquier otro de Europa. Me esforcé en comprender su historia, pero, aparte de darme cuenta de que el franquismo no iba a durar, sinceramente no tenía ninguna pista que me indicara adónde se dirigía. Incluso en 1966 escribía lo siguiente: «El capitalismo ha fracasado de forma persistente en ese país, y lo mismo ha sucedido con la revolución social, a pesar de la constante inminencia de ésta y sus erupciones ocasionales». Todavía no se había evidenciado para mí cuán anacrónica era esa opinión ya por aquel entonces. ¿Acaso en los años cincuenta un contacto más estrecho con la oposición antifranquista o con los intelectuales españoles me habría proporcionado un sentido más exacto de la realidad? Lo dudo, pues el único partido de oposición eficaz que existía, el Partido Comunista seguía sin querer aceptar la información que del país les traían sus cuadros clandestinos de que no se vislumbraba en absoluto un derrocamiento repentino del régimen. Los anarquistas, otrora poderosos en el seno del movimiento obrero español, no habían conseguido sobrevivir a la guerra civil como una fuerza de peso. No obstante, cuando pienso en ello, me sorprende el poco contacto que mantuve en los años cincuenta con las personas intelectual y políticamente claves de España, o, antes de los sesenta, con la nueva generación de estudiantes y ex estudiantes españoles que vinieron a verme a Londres como a alguien de quien habían oído decir que era de izquierdas, o como lectores de mis libros, que empezaron a ser publicados por editores que no conocía, a veces traducidos bastante mal, a partir de 1964 (un síntoma del lento debilitamiento del régimen frente a la disidencia cultural y política en masa de sus jóvenes universitarios).

Hobsbawm, Eric, Años interesantes, una vida en el siglo XX. Crítica, 2003. Pág. 312-315

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