Retrato de Jovellanos por Goya, análisis de Antonio Muñoz Molina.


Lo que es nuevo, lo que nos alude siempre, es esa mirada la expresión de esa boca, la incómoda actitud entre ansiedad y esperanza. Una cara así no la había mostrado hasta entonces la pintura. Los reyes, los poderosos del Antiguo Régimen, incluso el espectral Carlos II, posan con una plena conciencia de su lugar de privilegio en las jerarquías inmutables del mundo. Pueden ser incompetentes, o abúlicos, o directamente idiotas; pueden saber que su reino está desmoronándose mientras ellos se plantan delante de ese subordinado que es siempre el pintor. Pero en ningún momento dudan de la posición que ocupan.

Jovellanos no. Jovellanos se sienta en el sillón oficial y apoya el codo en la mesa y parece que no está seguro de que mantendrá el equilibrio. Sin peluca, con una casaca gris claro, sin condecoraciones ni insignias, Jovellanos es un burgués y un advenedizo que por las circunstancias de la vida ha recibido un nombramiento y ocupa un despacho, pero él sabe que está de prestado en ese lugar, y todavía no llega a acostumbrarse a él, y agradece, en medio de tantos extraños, la cara de un amigo. Y aunque es ministro de un rey absoluto su misión va más allá de los protocolos rancios y de la salvaguarda de los privilegios: siendo un ilustrado, un literato con vocación de servicio público, ha aceptado el cargo como una oportunidad de poner en práctica sus principios, de trabajar en la tarea abrumadora de sacar al país del oscurantismo y el atraso. Los símbolos tradicionales del poder -el cortinaje, la mesa imponente- le son de muy poca asistencia, igual que la protección alegórica de la diosa Minerva. Para diosas está el mundo. Jovellanos mira la tarea la colosal que tiene por delante, mide sus propias fuerzas y tal vez comprende que son muy inferiores a su entusiasmo; y su mirada, a la vez vuelta hacia su propia conciencia y atenta al exterior, parece que ve los obstáculos que no sabrá vencer, no por ¡falta de inteligencia ni de coraje, sino tan sólo por la escala enorme de las energías políticas que serían necesarias para lograra algo en un país en el que no hay casi nada, y en el que la decencia y la capacidad de servicio público con más inconvenientes que ventajas. 

Antonio Muñoz Molina, El atrevemiento de mirar. Pág. 40-41.  

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