La Iglesia no ha querido esta guerra.
Cierto que miles de hijos suyos, obedeciendo a los dictados de su conciencia y
de su patriotismo, y bajo su responsabilidad personal, se alzaron en armas para
salvar los principios de la religión y justicia cristianas que secularmente
habían informado la vida de la nación […].
La sublevación militar no se produjo, ya
desde sus comienzos, sin colaboración con el pueblo sano […], que este
movimiento y la revolución comunista son dos hechos que no pueden separarse, si
se quiere enjuiciar debidamente la naturaleza de la guerra. Y porque Dios es el
más profundo cimiento de una sociedad bien ordenada –lo era la nación española–
la revolución comunista, aliada de los ejércitos del gobierno, fue, sobre todo,
antidivina. Se cerraba así el ciclo de la legislatura laica de la
Constitución de 1931 con la destrucción de cuanto era cosa de Dios.
La guerra es, pues, como un plebiscito
armado. […] La lucha de un pueblo partido en dos tendencias: la espiritual, del
lado de los sublevados, que salió en defensa del orden, la paz social, la
civilización tradicional y la patria, y muy ostensiblemente, en un gran sector,
para la defensa de la religión; y de la otra parte, la materialista, llámese
marxista, comunista o anarquista, que quiso sustituir la vieja civilización de
España, con todos sus factores, por la novísima «civilización» de los soviets rusos.
1 de julio de 1937
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