Recensión realiza por Manuel Pérez Ledesma en la revista Delibros. Dos Españas, una España contra otra España... Al igual que el monstruo del lago Ness en los veranos escoceses, que diría Vicente Cacho, una vez más aparece el viejo fantasma de la división cainita de los españoles.Y lo hace en dos obras de primera calidad sobre las visiones de España, en un caso durante los dos últimos siglos, y en el otro en el período transcurrido entre el desastre del 98 y los años cincuenta. Dos libros distintos, aunque sus recorridos sean en muchos momentos paralelos o complementarios, y que, para empezar, tienen un rasgo en común: ni a uno ni a otro les hacen del todo justicia sus títulos. Como veremos, ambos dan más, e incluso cosas distintas de las que ofrecen sus cubiertas: algo que conviene señalar de inmediato para amortiguar el dramatismo de los títulos, y quizá un cierto cansancio que la mención de los mismos (¡otra vez las dos Españas, de nuevo una contra otra!) podría provocar en algunos lectores. Es verdad, en todo caso, que las dualidades y los enfrentamientos forman el núcleo argumental de ambas obras. Son los «grandes relatos» sobre España, o mejor sobre las dos Españas, los objetos centrales del libro de Santos Juliá; y son los discursos enfrentados sobre la nación de los intelectuales falangistas y nacionalcatólicos los temas fundamentales del estudio de Ismael Saz. En ambos casos se parte además de un presupuesto común: que esos «relatos», o esos «discursos», representan el aspecto más importante de la actividad intelectual de quienes protagonizan ambos libros. O, para ser más exactos, representan la faceta más destacada de su actividad en cuanto intelectuales: es decir, no en su condición de pensadores o profesionales de algunos campos del saber, sino como «escritores públicos» cuyos textos pretenden influir sobre los dirigentes políticos y la opinión pública. Que los argumentos sobre la dualidad nacional sean lo más importante de la labor de los intelectuales españoles durante los siglos XIX y XX no deja de ser sorprendente, sobre todo si lo comparamos con lo ocurrido en otros países de la Europa occidental.También en ellos, es cierto, aparecieron a lo largo del siglo XIX imágenes dualistas, de división y enfrentamiento: baste recordar las «dos naciones» en que estaba dividida Inglaterra, según la descripción de Disraeli; o las dos Francias, la tradicional y la revolucionaria, de las que escribió Renan; o las dos Italias, la «legal» y la «real»; o incluso las dos Alemanias, la ilustrada y la militarista... Como señaló Cacho Viu en un conocido artículo, en el último tercio del siglo XIX estas imágenes se habían convertido en «un lugar común del lenguaje culto europeo para referirse a cualquier tipo de seccionalismo –económico o político, mental o geográfico– que pudiera detectarse en el seno de los países más avanzados del Viejo Continente». Ahora bien, la preocupación por la dualidad no duró allí mucho tiempo, y los relatos enfrentados sobre la identidad de la nación sólo ocuparon un papel destacado en las creaciones de sus escritores públicos, con las excepciones de rigor, en los momentos críticos de las guerras y los conflictos internacionales, o en todo caso en las fases iniciales de organización de los Estados nacionales. No deja de ser sorprendente, por eso, que en nuestro país pervivieran aquellas preocupaciones más allá de las coyunturas de crisis –de la «guerra contra el francés», el desastre del 98 o la guerra civil– y que las diversas imágenes enfrentadas de las dos Españas fueran durante dos siglos el principal campo de batalla entre las distintas corrientes intelectuales. Una peculiaridad esta sobre la que volveremos al final de este comentario. «GRANDES RELATOS». SIGLO XIX Más allá de lo que señala el título, son dos los temas centrales que Santos Juliá aborda en su obra. Las sucesivas «hornadas» de intelectuales –en vez de a individuos, el autor prefiere referirse a grupos generacionales– y los modos diferenciados de ejercer la actividad intelectual es el primero; los grandes relatos sobre las dos Españas –de nuevo, más que a las creaciones de autoría individual, la atención se dirige hacia las «tramas narrativas» que surgen del entrecruzamiento de muchas voces–, el segundo. La correlación parece, en principio, absoluta: se da por hecho que cada grupo encarna un tipo diferente de intelectual; y se supone igualmente que a cada uno de esos tipos le corresponde un determinado relato. Es esta conexión entre el grupo, su modo de actuar y su relato lo que define globalmente a cada generación de intelectuales, y lo que por consiguiente articula cada uno de los capítulos del libro. Aunque el término «intelectual» sólo apareció como sustantivo, tanto en Francia como en España, a finales del siglo XIX , la realidad fue anterior al nombre. Hubo intelectuales –«escritores públicos», los llamaba El Censor en 1820– desde el momento en que se formó una esfera autónoma de discusión en la que era posible influir sobre la opinión pública con las armas de la pluma y la palabra. En España, como en el resto de la Europa occidental, fue el siglo XVIII el punto de partida de ese proceso; pero sería a comienzos de la centuria siguiente cuando la actividad y la influencia de los intelectuales se hicieron plenamente visibles. En concreto, esto ocurrió en el momento en que el vacío de poder derivado de la invasión napoleónica puso sobre el tapete la necesidad de encontrar una nueva forma de organizar la nación española. Al nuevo comienzo que supuso el levantamiento popular de 1808, y la guerra y la revolución que le siguieron, había que legitimarlo con un nuevo relato sobre el pasado. Con un relato o, mejor, con el primer «gran relato»: el relato liberal, en cuya elaboración colaboraron escritores, juristas y abogados, catedráticos o clérigos; en suma, intelectuales que aún no conocían su nombre, pero que representan el primer grupo generacional digno de consideración. Qué sean esos «grandes relatos», que representan el otro eje argumental del estudio, es algo que no acaba de quedar definido con total claridad. Se habla de ellos, para empezar, en el sentido tradicional de los historiadores, como una narración global del pasado, es decir, como «un gran relato histórico»; pero también aparecen con un significado más próximo al de los metarrelatos de los posmodernos, como teorizaciones capaces de «dar sentido al presente y abrir perspectivas para el futuro» (las dos citas, en p. 19). Es verdad que ambas caracterizaciones resultan compatibles en muchas ocasiones. Pero no siempre ocurre así: de hecho, hay grandes relatos, definidos como tales, que no incluyen en un lugar destacado los acontecimientos y la cronología, como veremos a lo largo del análisis. De momento, para el siglo XIX el primer sentido es el que predomina, tanto en el relato liberal procedente de las Cortes de Cádiz como en el alternativo de corte católico y tradicional, que tuvo su formulación inicial en la obra de Balmes y su máxima expresión en la de Menéndez Pelayo. Por debajo de sus diferencias, ambos tenían mucho en común: en uno y otro una nación española eterna y que alcanzó en el pasado momentos de gloria se había visto corrompida después por la injerencia de elementos extraños; y aunque recuperó su esencia gracias al levantamiento popular de 1808, a lo largo del siglo XIX había vuelto a una situación de decadencia de la que daban prueba las guerras civiles y la inestabilidad política. Ahora bien, lo que separaba a las dos narraciones eran las definiciones contrapuestas de los protagonistas y los procesos, así como las recetas de cara al futuro que derivaban de esas definiciones. Para los liberales, el esplendor se situaba en el pasado medieval de las Cortes y las libertades municipales, mientras que el declive tuvo que ver con la llegada del despotismo en brazos de la dinastía extranjera de los Austrias; por eso, la recuperación exigía el restablecimiento de las libertades, tal como se intentó en 1808, y más tarde en 1836 o en 1868. En cambio, para los católicos era precisamente la dinastía de los Austrias la que había conducido a España a su mayor esplendor, al cumplimiento de su papel como «evangelizadora de la mitad del orbe» (Menéndez Pelayo dixit), en tanto que los causantes de la decadencia fueron primero los Borbones, de nuevo una dinastía extranjera, y más tarde la revolución impuesta por una minoría a un pueblo que sólo luchaba por su rey y su religión. El restablecimiento con todo su poder de la monarquía tradicional y el retorno a la fe de los mayores representaban, por ello, la única manera de superar el declive y de recuperar la esencia de «la verdadera España». Tales fueron, de acuerdo con el análisis del autor, los dos «grandes relatos» decimonónicos, como se ve plenamente historicistas, de las dos Españas. Eran la obra de dos grupos de escritores sumidos de lleno en la lucha política de la centuria: es decir, de dos núcleos de «literatos políticos» o «políticos literatos», que representaban los primeros modos de ser intelectual, antes incluso de la conversión en sustantivo de este término. A punto de acabar el siglo XIX , a esos literatos políticos les sustituyó una nueva categoría de intelectuales, precisamente los que protagonizaron el nuevo uso lingüístico del término. La actitud era ahora muy distinta: tras la decepción derivada del fracaso revolucionario del Sexenio, quienes por primera vez se definieron como intelectuales –bien fueran científicos, profesores o el «grueso de literatos de fin de siglo» conocidos habitualmente como la generación del 98 (p. 71)– decidieron separar la literatura de la política, y no para dejar de lado esta última, sino para «intervenir en la vida pública desde una posición separada, reclamando una función específica» al margen de otras clases o grupos sociales (p. 63), pero aprovechando, eso sí, la autonomía que les permitía una prensa independiente en la que verter sus ideas. Ese nuevo modo de ser y actuar venía caracterizado por tres trazos básicos. El primero era el alejamiento de las «masas», vistas de la forma más negativa posible (como masas «inertes», ignorantes, fanáticas, manipulables...), frente a las que los intelectuales se presentaban como una minoría cultivada, inteligente y sensible. La agitación y la protesta «de todo y contra todo» representó el segundo rasgo de este grupo generacional; la suya fue una genérica «protesta de los intelectuales», expresada por medio de manifiestos y conferencias multitudinarias y que se situaba al margen de los programas y los objetivos políticos concretos. Por fin, su relato era un relato de degeneración de la raza y decadencia de la nación: algo que, si bien fue común en muchos países europeos en esos momentos, alcanzó en el nuestro uno de sus puntos más altos tras el desastre de 1898. De ahí la retórica de la España moribunda, que invadió a la mayoría de los publicistas finiseculares, y a la que siguieron un sinnúmero de propuestas de regeneración hasta configurar un nuevo mito: el mito de «la muerte y la resurrección» del país. Llegados a este punto, no estará de más detener un momento el resumen para incluir alguna consideración crítica. No se trata sólo de recordar que en el siglo XIX hubo otros grandes relatos con el mismo contenido dual: en especial, las descripciones republicanas de un país dividido en dos bloques, el pueblo y la oligarquía, que tanto se parecen a las «dos naciones» de que habló Disraeli, y que dieron origen a una narración del pasado diferente de las ya mencionadas. Conviene señalar además que, precisamente en los momentos finales del siglo XIX , hubo una intensa participación de intelectuales en la vida política, difícilmente compatible con lo que en el libro se dice sobre la separación entre ambas actividades y la ausencia de programas y objetivos políticos claros. Los principales líderes republicanos, aún activos en los años noventa –desde Pi a Castelar o Salmerón–, combinaban la actividad política con la cátedra o los libros. Junto a ellos, figuras como Gumersindo de Azcárate se integraron en el partido centralista, definido por Suárez Cortina como el primer partido de los intelectuales, al tiempo que Joaquín Costa intentaba, aunque sin éxito, unir a productores e intelectuales en una organización política con capacidad para reclamar el poder.Y, ya en el siglo XX , el viejo Galdós, diputado republicano desde 1907, promovía y encabezaba dos años después la conjunción republicano-socialista. Entre todos ellos, quien merecería un estudio más detallado, al menos a mi juicio, es Joaquín Costa. Lo merecería, en primer lugar, porque él fue, si no el creador, sí al menos el mayor difusor de uno de los relatos más influyentes: el relato que, a partir del fracaso de la revolución de 1868, se centraba en la diferencia entre el «estado de derecho» y el «estado de hecho», entre el país legal y el país real, y en la descripción del gobierno oligárquico como el auténtico régimen político de la España de la Restauración, al margen de los textos constitucionales. Pero también lo merecería porque fue el redactor de programas concretos y «gacetables», en las antípodas de cualquier actitud de protesta genérica. Con ellos esperaba promover la regeneración de la «verdadera España», definida ahora no en términos religiosos o ideológicos, sino en términos sociales, como la España del «estudio y el trabajo». VIEJA Y NUEVA ESPAÑA Con Costa y los regeneracionistas, y también con los literatos del 98, coincidieron en el tiempo los primeros intelectuales catalanistas, cuyo relato, de nuevo plenamente historicista, tenía mucho en común con la retórica de la muerte y la regeneración, sólo que en su caso era Cataluña la protagonista de esa historia de declive y renacimiento. Su actitud como grupo tenía también un estrecho parecido con lo que Costa había propuesto. De hecho, todos ellos participaron en la vida pública a través de diversas asociaciones culturales, y además crearon un partido y acabaron ocupando cargos públicos relevantes. Sólo había una diferencia, bien que sustancial: que, a diferencia de Costa, ellos sí tuvieron éxito. Tras estos grupos, cuyos orígenes aún se encontraban en el siglo XIX , la llamada generación de 1914, con Ortega y Gasset a la cabeza, representa el primer grupo intelectual surgido en el nuevo siglo. El Ortega que Santos Juliá nos presenta es el Ortega joven y activista: aquel que, frente a la pura protesta de las «gentes del 98», pensó que había que hacer algo, y confió en que ese algo lo haría la nueva minoría selecta de los intelectuales. Lo que tenían que hacer estaba bien claro: «querer ser Europa» y, para ello, europeizar España. La imagen de las dos Españas pudo servir una vez más como fundamento de esta tarea, siempre que se le diera un nuevo sentido. Ya no se trataba de la España liberal frente a la católica, de la legal frente a la real, o de la periferia productiva frente al centro burocrático y voraz; tampoco se pretendía elaborar un nuevo relato historicista, como los que sustentaron las dualidades anteriores. Ahora las que se enfrentaban eran la España vieja y la joven, la caduca y la que aspiraba a vivir, la moribunda y la que aún estaba por nacer. De la segunda serían protagonistas los jóvenes estudiantes y profesores españoles que, tras viajar por otros países europeos, ganaban una cátedra y se integraban en la minoría cultivada. Eran ellos quienes tenían que renovar el país haciendo ciencia, pero también les correspondía colaborar en la renovación política a través de la organización de esa minoría para impulsar después la educación política de las masas. La Liga de Educación Política, fundada en 1913 pero escasamente activa tras esa fecha; conferencias como la dedicada a Vieja y nueva política, que Ortega pronunció en marzo de 1914; una revista, España, fundada en 1915, y un periódico, El Sol, desde 1917, fueron los instrumentos de esa pedagogía, destinada a impulsar la sustitución de la «vieja» por una «nueva» política, y cuyos objetivos resumió el propio Ortega en la trilogía de reforma constitucional para implantar la democracia, descentralización y política social. Por desgracia, el proyecto tropezó de nuevo con la misma dificultad con que se encontró Costa a fines de siglo.Todo dependía de la voluntad del rey, que no consideró necesario entregar el poder a los reformistas, los únicos que podían llevar a cabo tal programa. De ahí la retirada de Ortega a la pura actividad intelectual, «de espaldas a toda política», a la que se refirió en la presentación de la Revista de Occidente en julio de 1923, poco antes –dicho sea de paso– de mostrar su aceptación del golpe de Primo de Rivera. En cambio, otros intelectuales de su generación mantendrían su presencia política a través de los partidos republicanos, viejos o nuevos, o incluso –aunque de forma tardía y minoritaria– del socialismo obrero. El más importante, el que de alguna forma actúa como contrapeso de la figura de Ortega, fue Manuel Azaña, creador en los años veinte de un nuevo discurso, el discurso de la revolución popular, al que Santos Juliá –biógrafo, como es bien sabido, de Azaña– dedica especial atención. Era un discurso cuyas raíces podían encontrarse en otro gran relato, esta vez plenamente historicista: el relato de las Comunidades de Castilla como la primera revolución moderna, precursora por ello de los levantamientos posteriores del tercer estado, pero también el relato de la traición por la burguesía decimonónica de su propia causa revolucionaria, una traición de la que dio prueba el abandono del poder en manos de frailes y militares, del rey y la corte. De esta doble narración se deducía que sólo una revolución popular, protagonizada por los intelectuales y el pueblo y dispuesta a acabar con la monarquía y con las redes caciquiles, podría completar la tarea que los burgueses dejaron inacabada. Más allá del caso de Azaña, el grupo de jóvenes que apareció en Madrid durante los años veinte –en un Madrid con una «extraordinaria densidad de cultura» (p. 232)– lo hizo en medio de la crisis general de la monarquía, una crisis que poco a poco les llevaría a descubrir una nueva forma de ser intelectual. Eran, o más bien acabarían siendo durante el período republicano, intelectuales altamente politizados: entregados unos en cuerpo y alma al comunismo y la revolución (baste recordar a Rafael Alberti); otros al republicanismo liberal (como Díaz Fernández o Antonio Espina); un tercer sector, en sentido contrario, al fascismo (Giménez Caballero, Ledesma Ramos); y muchos, por fin, a una nueva actitud reactiva, el antifascismo, que acabaría agrupando a la mayor parte del grupo. Fueron precisamente estos intelectuales antifascistas los que durante la guerra civil difundieron un nuevo relato: el relato que convertía la resistencia popular al golpe militar en una segunda guerra de independencia contra los invasores extranjeros y los rebeldes nacionales traidores a su patria. Fueron también ellos los que, en medio del conflicto, impulsaron revistas como Hora de España o El Mono Azul, y acercaron la poesía al pueblo escribiendo y recitando romances contra invasores y traidores.Y fueron ellos, por fin, quienes más tarde, en vista del desastroso curso de la guerra, iniciaron el llanto por la Madre España, un llanto que para su desgracia tendrían que continuar aún con mayor dolor en el largo exilio. Porque quien finalmente había ganado en el combate, a pesar de las predicciones de Ortega, no era la nueva, sino la vieja España. UNA NACIÓN SIN VERTEBRAR Conviene hacer otro alto en el camino. Porque en el recorrido de Santos Juliá, excepcionalmente brillante y lleno de informaciones y sugerencias, hay quizá un exceso de entusiasmo al tiempo que faltan, al menos a mi juicio, algunas piezas necesarias para entender lo que vino después en la historia intelectual española. Exceso de entusiasmo, en primer lugar. Probablemente fue Moreno Villa quien primero describió con ese tono el clima intelectual del Madrid de los años veinte. Con «un centenar de personas de primer orden» –desde Ortega y Menéndez Pidal a los Machado, Juan Ramón, Ramón y Cajal o Azaña–, «trabajando con la ilusión máxima, a alta presión», el poeta malagueño se atrevía a afirmar que «Madrid hierve», y a concluir de forma enfática: «Así vale la pena de vivir». Algo de razón tenía: es verdad que la vida intelectual madrileña había logrado un nivel superior al de las décadas precedentes, como lo demuestra el amplio repaso a las revistas, editoriales y actividades culturales que Santos Juliá realiza en su libro. Ahora bien, visto con cierta distancia y un poco de escepticismo, es inevitable preguntarse: ¿a qué temperatura hervía Madrid? ¿Hervía tanto como la Viena o el París de esos mismos años? ¿O simplemente estaba recibiendo las influencias de la cultura europea del momento, sin capacidad todavía para aportar algo realmente original? De hecho, si comparamos la producción intelectual madrileña, e incluso española, con el florecimiento de las vanguardias literarias y la renovación del pensamiento que vivieron otras ciudades europeas en los años veinte, parece claro que el «renacimiento» del que hablaba Moreno Villa fue aquí muy tímido. Más bien, los intelectuales españoles se seguían cociendo en la misma salsa que antes; o, en otros términos, seguían presos de los relatos sobre las dos Españas cuando en los países más próximos las luchas intelectuales se planteaban ya en términos muy distintos. La prueba la ofrece el mismo Ortega, que en esos años pasó de la exaltación de la ciencia y de la europeización a un relato historicista mucho más arcaico y con resultados muy diferentes a los que había pretendido en la década anterior. Es aquí donde la obra de Ismael Saz se convierte en un complemento necesario de la de Santos Juliá. De nuevo, conviene no dejarse engañar por el título del libro: en él no se trata sólo de los nacionalismos franquistas, sino más en general del recorrido de las ideas nacionalistas desde la generación del 98 hasta los años cincuenta (hasta el entierro de Ortega y Gasset, dice el autor para fijar una fecha simbólica). Precisamente en ese recorrido por el período anterior al franquismo se recogen algunos argumentos –o «discursos», de acuerdo con la terminología de Saz– sin los que resulta difícil entender las actitudes intelectuales de los años treinta y cuarenta. Los que más nos interesan tienen que ver con el esencialismo castellanista, en primer lugar, y con la imagen de decadencia –no sólo de España, sino de toda Europa–, en segundo término. Ambos argumentos forman parte, y una parte decisiva, del nuevo relato que Ortega formuló en sus dos obras principales de la década: España invertebrada (1921) y La rebelión de las masas (1930). El Ortega que allí aparecía ya no era el joven defensor del liberalismo social y la europeización, sino el más maduro crítico de las sociedades igualitarias y el poder de las masas («una sociedad sin aristocracia, sin una minoría egregia, no es una sociedad»). Y su relato sobre las Españas ya no separaba como antes la vieja y la nueva, sino que enfrentaba a la Castilla creadora de la nación («Castilla hizo España») con los particularismos que la deshacían, que participaban del «gran movimiento de desintegración» del país. Lo peor, según su análisis, era que el problema español que reflejaba tal desintegración venía de muy atrás: en último término, su origen estaba en la llegada a la Península de los visigodos, los más deformados y decadentes de todos los conquistadores germánicos. Por eso mismo, la solución era difícil: no bastaba con arreglos políticos coyunturales, ni siquiera con que las masas reconocieran que su misión era «seguir a los mejores»: hacía falta además el «afinamiento de la raza» y la forja de «un nuevo tipo de hombre español». De este relato, que no era fascista pero se situaba al borde del fascismo, procedieron en gran medida las formulaciones del primer nacionalismo fascista español, que se expresó con toda claridad en los años treinta en los textos de Giménez Caballero, Ramiro Ledesma Ramos y José Antonio Primo de Rivera. En concreto, los fundamentos del «ultranacionalismo fascista» que Saz caracteriza como «secular, moderno, revolucionario» (p. 150) se encuentran en las formulaciones de Ledesma sobre el «débil patriotismo» de los españoles, y en su complementaria reclamación de una «revolución nacional» que en España, a diferencia de las otras grandes naciones europeas, aún no había tenido lugar; o en las definiciones de España como una realidad «irrevocable», por encima de la pluralidad y diversidad de sus pueblos, y como una «unidad de destino en lo universal», que José Antonio convirtió en el eje de su doctrina.Tales planteamientos diferenciaron a la nueva doctrina del nacionalismo católico anterior, declaradamente contrarrevolucionario, y cuyos ejes centrales eran la identificación de lo español con lo católico y la defensa de la vuelta a las instituciones y los valores anteriores a la revolución liberal. CATÓLICOS Y FALANGISTAS En el período republicano, al tiempo que aparecía el nuevo nacionalismo fascista, los intelectuales católicos se vieron obligados a revisar el viejo relato de Balmes y Menéndez Pelayo para adaptarlo al cambio radical de la vida pública española. Lo explica esta vez Santos Juliá, a cuya obra hay que volver para el análisis de esa corriente. Fuera cual fuera la actitud política de los intelectuales católicos –monárquicos tradicionalistas o alfonsinos unos, vinculados a Acción Española; accidentalistas procedentes del catolicismo social otros, integrados en Acción Popular–, todos compartían la idea de que era necesario enfrentarse al predominio cultural de los sectores intelectuales extranjerizantes y descristianizados. Era necesaria «una cruzada de reconquista española», escribió uno de los miembros del primero de aquellos grupos, el marqués de Quintanar; una reconquista, añadieron los accidentalistas, cuyo objetivo debía ser el de «dejar la patria depurada de masones, de judaizantes». Con esta actitud de cruzada, tanto para los integristas como para los posibilistas, el relato anterior de las dos Españas se convirtió en algo distinto: el relato del enfrentamiento entre España y la «Anti-España», que aparecía en los carteles electorales de la CEDA en 1936; o de la lucha de la verdadera España contra la «Anti-Patria», a la que se refería Acción Española. Durante la guerra, los obispos presentaron la formulación definitiva, plenamente sacralizada, de esta dicotomía. El enfrentamiento entre España y la Anti-España –entre la religión y el ateísmo, entre la barbarie y la civilización– era para ellos la plasmación de la lucha eterna entre el bien y el mal. Por eso no había posibilidad de tregua o transacción alguna: sólo cabía el exterminio de la Anti-España y la depuración de sus partidarios, en especial de los intelectuales infectados por la gran enemiga de la Iglesia, la Institución Libre de Enseñanza. La guerra civil y las medidas de unificación adoptadas por Franco obligaron a amortiguar las diferencias entre los intelectuales católicos y los escritores falangistas, es decir, entre quienes pretendían «reconquistar para Cristo la sociedad y el Estado» y aquellos cuya misión consistía en «construir un Estado totalitario» (Juliá). Lo señalan las dos obras que comentamos, con una insistencia mayor –incluso excesiva en ocasiones– por parte de Ismael Saz en las posiciones ideológicas de los principales teóricos falangistas (Ridruejo, Laín, Tovar, Maravall), mientras que Santos Juliá se ocupa sobre todo de la evolución política de una y otra corriente desde 1939 al final de la guerra mundial. En ambas, en todo caso, aparecen con claridad los puntos de contacto entre católicos y falangistas: el rechazo al liberalismo les unía en el terreno de la práctica política.Al tiempo, el «Imperio cristiano» del siglo XVI –un momento «sublime y perfecto de nuestra historia», según el «Discurso de la Unificación» redactado por Giménez Caballero para Franco– era el gran referente histórico común. Ahora bien, a pesar de los parentescos, no fue posible eliminar del todo las diferencias, porque cada uno de esos grupos contaba con «un proyecto total», tanto político como ideológico, y aspiraba a realizarlo en su plenitud (Juliá, p. 303). En el terreno ideológico, el que aquí más nos interesa, aunque algunos términos fueran comunes, el sentido podía ser muy diverso. No era lo mismo el Imperio «espiritual» de los intelectuales de Acción Española que el «Imperio con base material» al que se refirió Antonio Tovar comentando los puntos de Falange. Aún más difícil resultaba la mezcla de la exaltación del pasado por parte de los católicos con las actitudes falangistas en defensa de una revolución cuyo contenido, además, nunca estuvo del todo claro. En plena guerra civil, algunos ideólogos falangistas intentaron fundir ambos planteamientos en una especie de cuadratura del círculo: «Ser tradicionalista y ser revolucionario viene a ser una misma cosa», escribió Ridruejo en 1938. Pero las diferencias y los resquemores no desaparecieron por ello; incluso se incrementaron cuando las victorias alemanas en los primeros años de la guerra parecían ofrecer la ocasión para un planteamiento menos retórico de la idea falangista del Imperio, conectándolo con la posibilidad de un dominio de Europa por los Estados totalitarios: Alemania, Italia y España. A esa posibilidad se refirió el antiguo orteguiano, ahora redactor de Arriba, José Antonio Maravall: el totalitarismo era «la razón de Europa», y por eso «los tres grandes pueblos» que vivían bajo él volverían a «regir a los demás pueblos del mundo» (citado en Saz, p. 287). En todo caso, el gran enfrentamiento entre católicos y falangistas sólo se produjo tras la derrota de los totalitarismos en la guerra mundial y el ascenso del catolicismo político a los puestos clave del gobierno de Franco. Años antes, en la crisis de mayo de 1941, los falangistas radicales habían perdido la batalla frente a una Falange más desfascistizada y catolizada, la «Falange franquista» de José Luis Arrese. Pero fue después del final de la guerra cuando el sector vinculado hasta entonces con el ultranacionalismo fascista pasó a presentarse como un falangismo abierto –más tarde sería caracterizado como «liberal»– y a criticar desde esa posición a los defensores de la tradición católica más estricta. El tema que les enfrentó fue, una vez más, el «problema de España». De un lado estaban –según los definió Ridruejo– los «comprensivos», es decir los antiguos falangistas radicales encabezados ahora por Pedro Laín, que en su España como problema (1949) pretendía recuperar e integrar en una síntesis a las dos Españas, la tradicional y la progresista, para poner fin a la escisión y los enfrentamientos que se arrastraban desde el siglo XVIII . Frente a ellos se situaron los «excluyentes», término con el que Ridruejo se refería a un nuevo grupo de intelectuales liderado por Rafael Calvo Serer, cuyo España sin problema, de ese mismo año, se convirtió en la bandera de este sector. Herederos de Acción Española y vinculados al Opus Dei, los «excluyentes» se presentaron a la luz pública, sin demasiada modestia, como una nueva generación: como la «generación de 1948», que venía a cerrar el período de fracaso y de complejo de inferioridad abierto nada menos que tres siglos antes en la Paz de Westfalia. Representaban, además, una nueva manera de ser intelectual, por cuanto formaban un auténtico grupo de presión, un grupo unido por los estrechos lazos de una corporación religiosa y decidido a ocupar posiciones de poder en el aparato del Estado para restablecer la unidad espiritual de España. Y fueron, por fin, capaces de resumir sus objetivos en una afortunada frase de Florentino Pérez Embid, otra de las figuras destacadas de dicha «generación»: «España no es un problema, aunque su vida plantee problemas». Frente a la opinión de los «comprensivos», venían a decir Pérez Embid o Calvo Serer, no había ninguna España que recuperar: la única España era la de Menéndez Pelayo. Ni siquiera existía el viejo dilema entre España y Europa; por el contrario, se había producido una síntesis que reflejaba otra frase, igualmente feliz y celebrada, del mismo Pérez Embid: «Españolización en los fines, europeización en los medios». El enfrentamiento –el último gran debate ideológico del franquismo– se saldó finalmente con el fracaso de las dos corrientes que lo habían protagonizado. Y, lo que es más llamativo, desembocó en cambios tan paradójicos como sorprendentes en las actitudes de unos y otros. Los señala, con la brillantez habitual de su libro, Santos Juliá. Unos, los excluyentes, fracasaron en 1953, cuando el intento de Calvo Serer de convertir a su grupo en una «Tercera Fuerza», enfrentada tanto a los falangistas orteguianos como a la derecha católica en el poder, acabó con la pérdida del poder cultural del que habían disfrutado hasta entonces. Aunque lo más sorprendente fue que de la misma corporación religiosa surgió poco después un nuevo grupo de juristas y economistas, encabezados por López Rodó, que acabaron con la figura del «intelectual católico» y la sustituyeron por la del «tecnócrata», al tiempo que introducían un lenguaje político secularizado, apoyado en la idea de «eficacia» y no en el menendezpelayismo. Desde una institución tan católica como el Opus Dei se acababa así con la sacralización de la política y la vida cultural cuyos últimos representantes habían sido otros miembros del Opus Dei. No menos sorprendente fue el final de los «comprensivos», de los llamados sin razón falangistas «liberales». También ellos perdieron el poder universitario que aún conservaban a comienzos de los cincuenta, en este caso como consecuencia de la revuelta universitaria de 1956.Y fue desde la experiencia de la derrota y la expulsión del poder cuando comenzaron a percibirse como demócratas, completando así un periplo intelectual y político que había comenzado en el fascismo y que acabó en la democracia sin haber pasado, de creer el análisis de Santos Juliá, por el liberalismo. Pero el fracaso fue aún mayor, y las paradojas aún más llamativas, si lo examinamos desde una perspectiva más general, como hace Ismael Saz. Ni el nacionalcatolicismo ni el fascismo y sus transformaciones posteriores lograron construir un proyecto nacionalista digno de tal nombre: al final, todo quedó reducido a un «patriotismo acrítico y superficial», a la exaltación de «una España apocada y diferente que no podía ser liberal y democrática porque los españoles no sabían ser liberales y demócratas». Con ello, el gran esfuerzo nacionalizador del franquismo desembocó en la práctica en la «mayor desnacionalización» de la historia española contemporánea (Saz, pp. 401-402).Todo acabó «en un gran fiasco» (p. 403): en el «hastío del nacionalismo» para unos, y en el éxito de los nacionalismos alternativos, para otros muchos. De forma que, por paradójico que parezca, el legado último de los nacionalismos franquistas ha sido la reaparición del «problema de España», en un sentido contrario al de la frase de Pérez Embid: «España, podría decirse –afirma el autor–, ya no tiene problemas, pero sigue teniendo un problema. El problema nacional» (p. 413). Tal es al menos la conclusión, bien fundada a mi juicio, del excelente examen de los nacionalismos recogido en España contra España. EL FINAL DE LOS GRANDES RELATOS Lo más importante, como culminación de este recorrido por la historia de las actitudes intelectuales, fue que reconciliación y democracia se convirtieron en la tumba de los «grandes relatos» de los dos siglos anteriores. El lenguaje de la democracia y los derechos, explica Santos Juliá, hizo que resultara «ridículo remontarse a los orígenes eternos de la nación, a la grandeza del pasado, a las guerras contra invasores y traidores», y convirtió en «curiosidades de tiempos pasados» tanto «los relatos de decadencia, muerte y resurrección» como «las disquisiciones sobre España como problema o España sin problema» (p. 462). Para los intelectuales españoles acabó así el tiempo de los grandes relatos, y lo hizo antes que en otros países europeos donde ese tiempo, que había comenzado con la Revolución Francesa, sólo concluyó –esta es, al menos, la tesis general del autor– con el hundimiento de los regímenes comunistas. Así concluye el magistral libro de Santos Juliá, sin duda el más ambicioso de su ya copiosa producción y una de las obras de historia intelectual más importantes de las últimas décadas. Este reconocimiento no debe, en todo caso, convertirse en un obstáculo para la discusión –aunque sea breve, para no abusar más de la paciencia del lector– de sus últimas tesis. Dicho de la forma más rápida, y que puede parecer poco matizada: lo que pasó en el clima intelectual español de los años sesenta y setenta no fue que desaparecieran globalmente los «grandes relatos», sino más bien que los intelectuales jóvenes perdieron el interés por un tipo concreto de relato, el de las dos Españas, y también por quienes lo habían cultivado durante más de un siglo, desde Menéndez Pelayo a Calvo Serer, pasando por Ortega y Laín Entralgo.Al final de tantas discusiones interminables, lo que llegó fue el hastío. Lo había explicado muy bien una década antes, anticipándose a lo que luego sería una actitud generalizada, Esteban Pinilla de las Heras:«Nada de juegos de palabras con ethos, el ser o la esencia de España. Toda esa metafísica de origen romántico, las más de las veces sólo es puro pretexto para la apología del integrismo». Pero esos mismos intelectuales se sintieron, en cambio, atraídos sobremanera por otros grandes relatos de contenido universal, bien fuera el relato cristiano de la redención, el capitalista del progreso económico o el marxista de la emancipación colectiva. Enlazaron así con los metarrelatos de la modernidad, que en otros países europeos habían sustituido hacía mucho tiempo a los relatos dualistas a que me referí al comienzo de este comentario. En muchos casos trataron además de aplicar alguno de esos metarrelatos a la explicación histórica y a la prospección del futuro de nuestro país, olvidando o dejando de lado las versiones autóctonas anteriores. Se podría, por eso, escribir una continuación del libro de Santos Juliá cuyo tema fuera la descripción de los diversos «grandes relatos» que desde los años setenta han defendido los intelectuales españoles: desde el relato sobre la responsabilidad compartida por la guerra civil –o su descripción alternativa a partir de la lucha de clases– hasta el más reciente sobre la «normalidad» española, por no hablar de los relatos alternativos de los otros nacionalismos, que han alcanzado especial vigor precisamente desde la transición a la democracia. En términos más generales, es verdad que, al menos según el diagnóstico de Lyotard, lo que caracteriza a la posmodernidad es el escepticismo hacia los grandes relatos. Pero el escepticismo y las actitudes posmodernas son sólo patrimonio de una minoría. Son más numerosos, en cambio, los intelectuales a los que los grandes relatos, de vieja o nueva formulación, les siguen atrayendo. ¿No será, en último extremo, que representan el medio ambiente fuera del cual les resultaría muy difícil vivir? |
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