…EL CAMBIO POSIBLE por Rubén Guijarro (antiguo alumno).

Aunque “la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado.” (Artículo 1, apartado 2 de la Constitución española), y los ciudadanos tengamos derecho a “participar en los asuntos públicos, directamente o por medio de representantes,” (artículo 23), el único acto vinculante de soberanía que podemos ejercer los españoles es elegir qué partido político nos representará durante los próximos 4 años. El resto de decisiones de Gobierno quedan delegadas en nuestros representantes, y lo llaman democracia.



Parece que a nadie le importe que la participación directa de los ciudadanos en los asuntos de Gobierno quedara reducida a su mínima expresión en el texto constitucional. Quizá fuera una medida necesaria para proteger la estabilidad de la nueva “democracia” que se estaba desarrollando en España. Sin embargo, hoy en día, dicha medida supone una excesiva dependencia de la ciudadanía respecto a nuestros “representantes” políticos, y convierte a nuestro actual sistema en una democracia de segunda fila.
Los partidos políticos que han gobernado desde la ratificación de la Constitución nada han hecho por desarrollar nuevas formas de participación directa. A sabiendas de que el sistema electoral les favorece y que nada pueden hacer los ciudadanos para controlarlos hasta las siguientes elecciones, la clase política se ha dedicado a gobernar para el pueblo, pero sin el pueblo, limitando el desarrollo del país a los periodos (pre)electorales: verdaderos “sprits” dónde los políticos nos bombardean con proyectos que no han considerado oportuno proponer/realizar durante los 4 años anteriores.
(¡Aike, lo bien que nos iría si hubiera elecciones tos los años!)
Los ciudadanos: ¿fuente de la soberanía y de los poderes del estado?
Además de elegir a nuestros representantes, se supone los ciudadanos tenemos el deber de controlar que sus decisiones sirven a nuestros intereses colectivos, una labor que no estamos realizando por diversos motivos. El más importante, a mi juicio, es la falta de instrumentos en nuestro ordenamiento jurídico para desempeñar dicho control, aunque no menos importante es la falta de información y de formación necesaria para realizarlo de forma efectiva. Estrategias todas ellas con un único objetivo, neutralizar el control ciudadano, ya que no hay mayor pesadilla para un “político” que una ciudadanía informada y capaz de pensamiento crítico.
No ha sido hasta hace bien poco que el Gobierno ha decidido implementar la recomendación del Consejo de Europa (ya que no hay que echar flores a quien no se las merece… No nos creamos todo lo que nos digan en la tele) de introducir en el currículo de la enseñanza obligatoria una formación específica que aborde los principios teóricos y prácticos de la Democracia. Una asignatura dirigida a fomentar el pensamiento crítico, a desarrollar las habilidades para defender el punto de vista propio en un debate, a enseñar a valorar las aportaciones de quienes discrepan, y a conocer tanto la organización política del Estado como los derechos que tenemos reconocidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y en la Constitución española, primer paso para defenderlos.
Educación para la Ciudadanía es una asignatura cuyo objetivo es proporcionar a los futuros ciudadanos (término en el que me gustaría hacer hincapié) conocimientos y capacidades suficientes para poder gobernarse por sí mismos, y constituye un importante pilar para una sociedad libre. Por eso, resulta sorprendente que políticos en activo se opongan abiertamente a la implantación generalizada de una formación que tan bien les hubiera venido (a algunos) para desempeñar sus cargos de “administradores de la soberanía popular”. Sin embargo, esta formación por sí sola no es suficiente si no se disponen de mecanismos adecuados para canalizar la voluntad popular.
La Iniciativa Popular limitada a proposiciones de ley
En Derecho Constitucional nos dicen, como si de un “padrenuestro” se tratara que el más importante mecanismo de participación directa de la ciudadanía en los asuntos públicos y de gobierno es la Iniciativa Popular, mediante la cual un número suficiente de electores pueden exigir la consideración política de un determinado asunto público. En España, la única modalidad contemplada de Iniciativa Popular es aquella que permite realizar proposiciones de ley sobre asuntos no relacionados con leyes orgánicas (como, por ejemplo, las leyes que regulan el régimen electoral, la propia iniciativa popular (Lo que hay que ver…), el referéndum, el Poder Judicial, el Defensor del Pueblo, el código penal, la educación o la libertadad sindical, por citar algunas de las muchas que hay). Tampoco se puede utilizar para decidir sobre asuntos tributarios o de carácter internacional (Art. 87).
Es muy triste, e incluso bochornoso que no se permita el uso de tan importante mecanismo de participación ciudadana para modificar el ordenamiento político del Estado, ni para exigir la convocatoria de un referéndum sobre decisiones que la ciudadanía considere importantes y que no pueden esperar a los siguientes resultados electorales (como, por ejemplo, una intervención armada).
Además, dado que sólo se insta la tramitación parlamentaria de proposiciones de ley, no existe ninguna obligación por parte de las Cortes de debatir seriamente la propuesta o realizar una contrapropuesta. Así se explica que ninguna de las más de medio centenar de propuestas de Iniciativa Legislativa Popular presentadas hasta la fecha hayan superado su tramitación parlamentaria (en el buscador del Congreso, seleccionar todas las legislaturas e “Iniciativa Legislativa Popular” en tipo de iniciativa, puede resultar muy revelador).
La figura del Referéndum no vinculante
El otro gran mecanismo de participación directa de que disponen los ciudadanos es el referéndum, expresión máxima de la voluntad popular. Dicho mecanismo está regulado por el artículo 92 de la Constitución, que en su apartado primero sintetiza muy bien el espíritu paternalista de Carta Magna: “Las decisiones políticas de especial trascendencia podrán ser sometidas a referéndum consultivo de todos los ciudadanos”. Así que no se establece la obligatoriedad de someter a referéndum las decisiones de especial importancia política. Por otro lado, se determina que de hacerse, el referéndum será consultivo o, lo que es lo mismo, no vinculante.
En el caso de que la palabra referéndum necesitase un adjetivo, el adecuado sería VINCULANTE, adjetivo que no aparece ni en la Constitución ni en la Ley Orgánica 2/1980, de 18 de enero, sobre Regulación de las Distintas Modalidades de Referéndum. (Me pregunto qué sentido tiene solicitar a los ciudadanos que se pronuncien sobre un asunto de Estado si no es para acatar la decisión que adopten).
Semejante medida solo se puede justificar desde el convencimiento de que los ciudadanos españoles no sabemos lo que nos conviene, a pesar de que se han votado afirmativamente a todas las propuestas realizadas en referendo hasta la fecha, acudiendo como ganado a las órdenes de los políticos.
Además, como colofón, el apartado tercero de dicho artículo establece que los referéndums sólo pueden ser convocados por el Presidente de Gobierno, y en ningún caso mediante Iniciativa Popular, por lo que en la práctica es un instrumento que carece de contenido.
(¿Quién mejor que los propios ciudadanos, de quienes emanan los poderes del Estado, para convocar un Referéndum?)
Historia de un inexistente derecho a la revocación de cargos públicos
Aunque parezca una obviedad decirlo, debo recordar que los cargos públicos trabajan para el conjunto de los ciudadanos, no para ellos mismos, ni para empresas privadas ni para particulares influyentes. Afirmo esto porque, a veces, parece que se olvidan de para quién deberían trabajar (claros ejemplos en los últimos años han sido los saqueos del Canon Digital o el de la Ley del Cine). Desgraciadamente, no existe ningún mecanismo para vetar su labor, al menos en España.
En este sentido, algunos Estados de EE.UU, Canadá y Venezuela han incorporado a los procesos de participación ciudadana la revocación de cargos, que permite a los ciudadanos desposeer de su cargo a cualquier funcionario o representante público. Este derecho, no contemplado en nuestra Constitución, sirve para apartar de la función pública a cualquier persona presuntamente corrupta y/o incompetente, y evita el fraude a la voluntad de los ciudadanos que supone el transfuguismo, (actualmente amparado en el artículo 67.2 de la Constitución).
De existir este derecho, nuestros representantes y los integrantes de la maquinaria del Estado tendrían mucho cuidado con lo que dicen y hacen, estarían más sensibilizados con las inquietudes de sus conciudadanos y nos ahorrarían bochornosos espectáculos como éste. A diferencia de la vía penal, no es necesario esperar a juicio ni sentencia firme, y se podrían castigar actuaciones cuestionables que no constituyen un delito, pero que los ciudadanos consideren inaceptables. Es un procedimiento rápido y democrático que mejoraría drásticamente la calidad de nuestros políticos.
Hasta el día en que esto sea posible, deberemos conformarnos con cambiar el sentido del voto en las siguientes elecciones, pero eso no garantiza que la persona en cuestión sea desposeída de su escaño, porque son los partidos políticos los que establecen el orden de sus listas, y dicha medida no afecta a los cargos que son nombrados por nuestros representantes o se obtienen por oposición. No hay manera de deshacerse de un mal Defensor del Pueblo, Gobernador del Banco de España, o Presidente del Gobierno sin desacreditar al partido que lo nombró (con el que se puede seguir estando de acuerdo).
Solución: ¿la denominada Segunda Transición hacia la Democracia?
En mi opinión, los padres de la Constitución dejaron en el tintero buena parte del concepto de Democracia. Por tanto, queda pendiente una reforma que desarrolle plenamente los mecanismos de participación directa de los ciudadanos en los asuntos públicos, hasta equipararlos con los mecanismos de representación de que disponemos en España, y con los derechos existentes en los países de nuestro entorno.
Creo que sigue existiendo en marcha una campaña de recogida de firmas para una “Propuesta de Reforma Constitucional para profundizar en la participación democrática“. La aprobación de las medidas que recoge la propuesta, que como hemos visto no puede plantearse como Iniciativa Legislativa Popular, abriría las puertas a la Democracia (con mayúsculas) en España y cambiaría nuestra realidad actual casi tanto como lo hizo la Constitución en su día.
Aunque recomiendo la lectura del (breve y claro) texto original, las ideas que plantea se deberían variar, en el sentido de otorgar más importancia a la iniciativa popular, en cuanto expresión directa de la voluntad popular, permitiendo su uso para:
• Crear o modificar leyes de cualquier rango, incluidas leyes orgánicas y la reforma constitucional (expresamente prohibido por el Art. 166). También derogar leyes ya aprobadas por el Parlamento.
• Ratificar o derogar tratados internacionales, aunque el Gobierno se oponga a hacerlo.
• Elegir y Revocar cargos públicos.
La reforma también recoge la obligatoriedad de someter a referéndum las propuestas elevadas al Congreso por Iniciativa Popular, pudiendo optar los ciudadanos entre apoyar la formulación original del proyecto, la modificada tras la tramitación parlamentaria (de haberla), o ninguna de las dos. De esta forma se evitaría que, como hasta ahora, se ignorasen las propuestas legítimas del pueblo soberano.
Por último, redefinir la figura del referéndum como una consulta vinculante en cuanto expresión directa de la voluntad popular, y se permitir su convocatoria en el ámbito local y autonómico a instancia de sus Gobiernos y/o ciudadanos, siempre que el tema consultado entre dentro de las competencias que son propias a dichas instituciones.
Estas propuestas no son sino la concreción práctica de los principios de la Democracia Directa, una forma de organización política más democrática que la actual y que, de implantarse, probablemente enriquecería el debate político, aumentaría la cohesión social, produciría consensos más sólidos y duraderos sobre las normas por las que nos regimos. También mejoraría la gestión del Estado y sus recursos, ya que obliga a los poderes del Estado a justificar más y mejor sus actuaciones, y deja siempre la última palabra en manos de los ciudadanos.
Conclusión
Una reforma Constitucional es urgente dado que:
1) Se elaboró bajo la supervisión de una dictadura militar.
2) No la han votado más del 68% de los españoles (y aumentando cada año).
LA DECISIÓN ES NUESTRA

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