El mito se desvanece. Franco no convenció a Hitler de que España debía abstenerse de entrar en la II Guerra Mundial. Fue el Führer quien creyó que su colaboración podía ser un lastre
Sin embargo, 70 años después ya no puede haber lugar a la mitificación de aquel encuentro. Gracias a las investigaciones de varios historiadores, sabemos bastante bien lo que ocurrió antes, en y después de Hendaya, aunque una parte de las fuentes de la parte alemana se hayan perdido. El resultado no tiene mucho que ver con lo que cuenta la leyenda.
La correspondencia cruzada entre el Caudillo y Serrano Súñer, cuando el ministro de Gobernación y poco después ministro de Asuntos Exteriores se encontraba en Berlín para hablar con Von Ribbentrop, ministro de Asuntos Exteriores alemán, y con el mismo Hitler, no corrobora la imagen del cuñadísimo como ferviente defensor del compromiso militar de España y Franco como freno de estas pretensiones. Al contrario, en las cuatro reuniones de septiembre Von Ribbentrop trató a Serrano de forma bastante despectiva, pues no comprendía por qué el español se negaba a ceder una de las islas Canarias para el uso de la Marina alemana, cuando, según el mandatario nazi, Franco debía su triunfo en la Guerra Civil a la ayuda alemana. El español se sentía ofendido en su orgullo, pero recibía de su jefe respuestas e interpretaciones mucho más positivas que confiaban en la buena voluntad de Hitler y su supuesta comprensión de las posturas españolas, achacando los problemas a la exagerada autoestima y el deseo de protagonismo de Von Ribbentrop. En todo caso, el hecho de sentirse tratado más como un Gobierno satélite que como un potencial aliado militar contribuyó a temperar la desbordante germanofilia de Serrano Súñer, lo que también le hizo ver una hipotética entrada en la guerra con otros ojos.
Antes de llegar a Hendaya, Hitler ya había sacado la conclusión de que en ese momento la entrada de España en la guerra habría sido más un lastre que una ventaja para los intereses del Eje. Por una parte, conocía los categóricos informes de los responsables de la Wehrmacht, que constataron que Franco no poseía nada semejante a un ejército operativo y eficaz, y que cambiar esa situación requería de un costoso esfuerzo previo de rearme. Por otra parte, los bombardeos de ciudades inglesas no estaban surtiendo el efecto deseado, de manera que se imponía la impresión de que la guerra contra el único enemigo en Europa que todavía se resistía a la hegemonía alemana iba a durar más de lo estipulado. Para ello, y eso fue el tercer y decisivo argumento, Hitler necesitaba construir una amplia entente antibritánica, en la cual la Francia de Vichy estaba llamada a desempeñar un papel importante, sobre todo para cubrir el flanco africano contra los británicos y sus aliados de la Francia libre liderada por De Gaulle. Y el mariscal Pétain, presidente de la Francia colaboracionista, quiso demostrar que la confianza que Hitler depositaba en él y su régimen estaba justificada: en septiembre, las tropas de Vichy rechazaron un intento de ocupar Dakar por parte de los británicos y franceses de De Gaulle. Hitler estaba convencido, por tanto, de que si cedía ante las exigencias de Franco pagándole su entrada en la guerra con el traspaso -una vez ganada la guerra- de territorios hasta entonces franceses en África, esta concesión iba a provocar la masiva deserción de las tropas francesas en aquellos territorios coloniales y el inevitable avance de los británicos. Mussolini compartía totalmente esta valoración.
En Hendaya no hubo, por tanto, ninguna presión directa con el fin de forzar a Franco a entrar en la guerra. Hitler entendía el viaje más bien como un viaje de exploración, cuyo objetivo era el de mediar y consensuar los diferentes intereses defendidos por sus aliados en el bando antibritánico. Su mensaje era claro: todo lo que obstaculiza la consecución y puesta en práctica de esta entente bajo la hegemonía de Alemania perjudicaba a la guerra y retrasaba la victoria final. De ahí también el tremendo enfado del Führer al salir de su reunión con Franco -a Mussolini le dijo que prefería que le sacaran tres muelas antes de tener que estar otra vez nueve horas con Franco-. ¿Cómo podía un don nadie, que le debía a él su puesto, insistir en unas reivindicaciones territoriales a sabiendas de que la realización de las mismas tenía necesariamente que resquebrajar la alianza con Vichy y, por consiguiente, ayudar al enemigo?
Paul Preston está en lo cierto cuando afirma que si la España franquista no entró en la guerra, no fue el resultado de ninguna genial estrategia para evitarlo: quedó fuera porque Franco tuvo suerte. Suerte porque en septiembre y octubre de 1940 Hitler, todavía en la cúspide de su poder pero inquieto porque Inglaterra se le estaba resistiendo, estaba convencido de que Pétain le ofrecía mucho más que Franco. No es posible saberlo hoy, pero no es nada descabellada la hipótesis de que si el asalto británico a Dakar se hubiera saldado con éxito, y si, debido a ello, Pétain no hubiera tenido la oportunidad de lucirse y hacer subir sus acciones en la bolsa del poder nacionalsocialista, Hitler habría estado más receptivo ante las reivindicaciones territoriales del Caudillo. Así, una vez satisfecho su sueño de grandeza africanista, el Caudillo habría conseguido el botín que buscaba como recompensa para la entrada en la guerra. Sin embargo, la suerte redujo su participación militar activa al envío de los casi 50.000 soldados de la División Azul con el uniforme de la Wehrmacht al frente del Este.
Ludger Mees es catedrático de la Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea.
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