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LOS DERECHOS POLÍTICOS DE LA MUJER EN LA PRENSA REPUBLICANA (1870).
“DERECHOS POLÍTICOS DE
LA MUJER.
Todas las
preocupaciones caen.
La mujer se emancipa.
No sólo muchas
adquieren grados académicos, sino derechos políticos.
Esta gran gloria estaba
reservada al gran país que ha dado derechos al negro...
¿Qué lugar ocupa la
mujer en la sociedad, y especialmente en España?
¿Por qué no ha de
disfrutar los mismos derechos civiles que los hombres?
¿Por qué no ha de gozar
de libertad?
¡La mujer! Fuente de
amor y de ternura, en que nuestra rutina injusta e insensata sólo ve un objeto
de voluptuosidad; ¿por qué no ha de obtener un puesto en las tribunas de la
ciencia, de las artes y de la política?
¿Por qué ha de vivir
olvidada, oscurecida y condenada a un perpetuo aislamiento?
A la mujer no puede
negársele el talento; no puede negársele una imaginación privilegiada; no puede
negársele, en fin, el desarrollo de sus facultades intelectuales, y, por
consiguiente, es tan digna de ocupar elevados puestos en la sociedad, y tan
capaz de desempeñarlos, como el hombre más experto. Pero el denso velo del
oscurantismo, de las viejas tradiciones, del lamentable atraso en que nuestra
civilización se ha encontrado hasta hoy, la ha tenido relegada al olvido; la ha
encerrado en el oscuro recinto de la ignorancia, porque así convenía al egoísmo
del hombre dominante.
Pero ya es tiempo. La
sociedad camina a su progreso. La sociedad se mueve, y el oscurantismo y la
ignorancia desaparecen ante el sol de la civilización.
Por eso en la nación
del progreso, en la culta Inglaterra, que lleva en muchas cosas dos siglos de
ventaja a las demás naciones europeas, se alzó ya una Mill a reclamar los
derechos que el hombre usurpó a la mujer, de esos derechos que la poderosa
naturaleza le concediera con la vida, al crearla un ser racional y libre.
Por eso en Wyoming, en
los Estados-Unidos, tienen ya el derecho de votar; por eso forman parte del
jurado, y por eso, en fin, hemos de verlas algún día ir a depositar con sus
delicadas manos en las urnas de los sufragios el voto de su conciencia..."
FUENTE: La Igualdad,
número correspondiente al 1 de julio de 1870 (aunque en el periódico se indique
por error 31 de junio).
MANIFIESTO ELECTORAL DEL PARTIDO REPUBLICANO FEDERAL.
"El COMITÉ
REPUBLICANO DE MADRID A LOS ELECTORES. Electores: designados por el sufragio de
nuestros correligionarios para dirigir en Madrid las próximas elecciones que
han de formular el pensamiento y la voluntad del país, dueño de su soberanía,
nuestro principal deber es invocar el númen que nos ha iluminado en la
oscuridad de la desgracia y nos ha sostenido en el esfuerzo del combate:
invocar nuestros principios. Débiles, por ellos nos hemos hecho fuertes;
oscuros, por ellos hemos adquirido en mayor o menor grado la estimación
pública; escasos de instrucción, por ellos hemos avasallado la conciencia de
las generaciones presentes; no menos escasos en número e importancia, por ellos
hemos concluido llenando con las huestes de la libertad el país e influyendo
soberanamente en todos los partidos.
Sean cualesquiera las
descomposiciones y recomposiciones que los nuevos hechos traigan al partido democrático; sean cuales quiera
los servicios, que nosotros reconocemos en aquellos de nuestros antiguos
correligionarios, por tantos títulos ilustres, que, obedeciendo a errores gravísimos,
aunque excusables por la nobleza de sus móviles, han pactado con partidos diversos
y opuestos al nuestro, no ya una coalición en la esfera de los hechos y de la
conducta que podrán justificarse por lo supremo de las circunstancias y lo grave
de los peligros, sino una coalición de principios, absurda, imposible, cuya
inutilidad demostrarán bien pronto crueles y merecidos desengaños; sean cualesquiera
las fuerzas de descomposición, que nosotros declaramos grandes, la importancia
de los que en este momento nos han abandonado, importancia excepcional, porque
son los más elocuentes, los más ilustres, los más valerosos, los más fuertes, los
más queridos y respetados de todos; eso no importa nada cuando algunos, siquiera
sean los más débiles y oscuros, se quedan con los principios; porque no hay
ningún hombre por grande, ninguno por fuerte, que tenga la estatura y la fuerza
de una idea.
Y la idea capital de
nuestro partido; aquella que resume todos nuestros principios; aquella que
contiene todas nuestras reformas; la que grabamos en las Cortes Constituyentes
sobre el trono, entonces poderoso, de Isabel II, hasta obligarlo a derrumbarse
bajo su peso; la que sostuvimos en la prensa desafiando la recelosa censura de
los fiscales y el látigo de los tiranos hasta lograr la absoluta libertad de la
palabra; esa idea, a que no podemos renunciando sino renunciando a la vida; esa
idea, que bien pronto hemos de ver aclamada por todos los españoles corno la única
salvación de su independencia, es la idea de República.
Sí, la República es la
forma esencial de la democracia, como el
cuerpo humano es la forma esencial de nuestra vida, como la palabra humana es
la forma esencial del pensamiento. Pudo en otro tiempo, pudo en otras
condiciones históricas, pudo la República contagiarse con el feudalismo, como
se contagia la sangre con el aire apestado; pero hoy, después del advenimiento
del pueblo y de su alianza con la libertad, hoy en América y en Europa sólo
existe la democracia donde existe la República, y sólo se llaman partidos democráticos los partidos republicanos.
La
monarquía es una institución de tal manera injusta, absurda, que donde existe,
sólo existe para conservar algún privilegio, para sostener alguna iniquidad. Existe
en Inglaterra para conservar la más insolente de las aristocracias y la más
orgullosa de las iglesias; en Portugal, para subordinarlo a Inglaterra; en
Bélgica, para subordinarla a Francia; en Grecia, para subordinarla a Rusia; en
el Brasil, en las riberas del Nuevo Mundo, limpias de reyes, para sostener la
infamia de la esclavitud y los crímenes de los negreros. Si hay algún país en
el mundo que, llamándose República, guarde el bárbaro comunismo monástico de
los siglos medios; si hay algún país, como el Paraguay, donde las libertades no
hayan penetrado a través de las instituciones republicanas, la causa está en
que ese país toma un nombre usurpado y guarda la base de la monarquía, su
esencia; es incomprensible la viciosa vinculación del poder supremo en una
familia, que impone sus privilegios como una marca deshonrosa de generación en
generación, y trasmite la sombra de sus errores, como una herencia funesta, de siglo
en siglo. Pero nosotros, españoles, nosotros hemos derribado todos los
privilegios, y nada tenemos que temer, ni nada que esperar de la diplomacia
europea. Nosotros hemos consumido este siglo, todo este siglo, en esfuerzos
titánicos para derribar la monarquía. Tendiendo la vista por el largo martirologio
de la libertad, recordando los nombres gloriosos de Lacy, de Riego, de
Torrijos, de Zurbano, de Cámara, se descubre que sus verdugos fueron los reyes.
Subiendo con el pensamiento a las épocas en que ganamos la libertad para
perderla en seguida, se aprende que la ganamos siempre por el esfuerzo del
pueblo y del ejército reunidos, y la perdimos siempre por las maquinaciones de
los palacios conjurados contra nuestros derechos.
El nuevo monarca que
busquemos de rodillas por el mundo; el nuevo monarca, engendro raquítico de una
diplomacia enemiga en todas partes de la revolución, no nos deberá lo que nos
debió Fernando VII, seis años de guerra con el extranjero; no nos deberá lo que
nos debió Isabel II, siete años de guerra civil; no nos deberá los esfuerzos,
los sacrificios que los otros reyes constitucionales nos debieron; y, por
consiguiente, se creerá menos ligado aún que ellos a respetar nuestros derechos,
tomándonos por los más desgraciados de todos los esclavos, por esclavos
voluntarios, que apenas han conseguido su libertad, cuando la han abdicado a
las plantas de un rey, y, para mayor ignominia, de un rey extranjero.
Los
españoles todos, sin distinción de escuelas y partidos, saben que la solución
que menos seguramente nos divide, la que más nos fortalece, la que conserva
nuestra antigua independencia es la República: sí; la República que nos
impedirá, después de tres siglos de extrañas dominaciones y extranjeras
dinastías, ver este país de Daoíz y Verlarde, este país de Bailén y Talavera,
este país de Gerona y Zaragoza, el modelo de pueblos independientes, el salvador
de las nacionalidades libres, cayendo más bajo que Grecia y que Rumania en
manos de la diplomacia europea, que se disuelve como se disuelven todos los
cadáveres, al contacto del aire y de la luz de nuestro siglo.
Pero entre los españoles, aquellos que más
deben desear la República y más repeler la monarquía son los españoles comprometidos
moral y materialmente en la gloriosa revolución de setiembre. El pueblo no ha
entendido derribar solamente una dinastía; cuando ha arrancado de los antiguos
blasones el remate de la corona, ha querido pisotearla, y la ha pisoteado, para
que no reapareciese jamás dignamente sobre ninguna cabeza. Los principios
proclamados por la revolución: los derechos individuales, como leyes de todo
organismo político; el sufragio universal, como origen permanente del poder;
las libertades absolutas de imprenta y de reunión, como eternos tribunos armados
de su reto moral contra todas las arbitrariedades del poder, son principios incompatibles
con la monarquía. Y la prueba está en que, mientras existen todos en las dos
Repúblicas-modelos que hay en el mundo, no existen en ninguna monarquía, ni en
las más liberales; porque las absurdas monarquías democráticas, como la de Luis
Felipe, apenas han nacido, cuando, por impulso fatal de su organismo, han devorado
libertad y democracia.
La igualdad de derechos; la
igualdad, que es el gran principio del partido democrático;
la igualdad, que es la extensión de las libertades a todos los hombres; la
igualdad no existe allí donde una familia amortiza las más altas magistraturas,
las más trascendentales funciones sociales: la autoridad y el poder. La
libertad, ese principio fundamental de la vida, la libertad se detiene ante un
trono inviolable, irresponsable, hereditario, exceptuado de la crítica, puesto
en esferas inaccesibles, limitando, por su propia organización y por sus
atributos esenciales, todos, absolutamente todos los derechos, que se vuelven
raquíticos, por desiguales, en cuanto no se extienden dentro de su espacio
natural, de su forma propia, que es la República.
Por
esta razón, así que el comité se ha reunido, así que sus individuos se han
juntado merced al llamamiento de millares de sus correligionarios, se han
decidido a proclamar por unanimidad como la idea capital de sus creencias
políticas, como la forma inseparable de los principios democráticos, como la
necesidad suprema del momento, como la consecuencia lógica de la revolución,
como la idea que nos une a todos los pueblos y nos separa de todos los
despotismos, como la solución inmediata que debemos sostener en la prensa, en
los comicios, en el Parlamento, seguros de que su triunfo próximo y definitivo
es indudable, se han decidido a pro-clamar la República. Con la República y por
la República aseguraremos los derechos individuales, poniéndolos fuera del
alcance de todos los poderes.
Con
la República y por la República realizaremos constantemente el gran principio
de la soberanía nacional, sin que lo limite ninguna institución, y sin que lo
manche ningún sofisma.
Con la República y por la República el municipio recobrará su autonomía y la
provincia sus condiciones de vida y de derecho en una amplísima
descentralización. La República y sólo la
República puede lograr que el Parlamento central salga inmediatamente del
sufragio de todos los ciudadanos y el poder supremo del Parlamento, como ha
sucedido en el periodo más glorioso de nuestra historia, durante las Cortes de
Cádiz, que nos dieron libertad y patria, sin necesidad de esas presidencias,
semejantes a las monarquías, y tentadoras para las desapoderadas ambiciones
humanas. Con la República y por la República resolveremos el problema capitalismo
de nuestro siglo, el problema que será su honra y su título de gloria en lo
porvenir: la alianza inseparable de la democracia con la libertad.
La República nos dará las libertades que nos
faltan y nos confirmará las libertades que hemos conquistado: la libertad de
pensamiento y de conciencia, la libertad de enseñanza y de cultos, la separación
radical entre la Iglesia y el Estado. La República nos dará, así para las
elecciones de ayuntamientos como para las elecciones de diputados provinciales
y de diputados a Cortes, el sufragio universal. La República asegurará el
domicilio contra toda violación, la propiedad contra todo ataque, el trabajo
contra todas las explotaciones y todas las servidumbres, el crédito y el
comercio contra todas las artificiales barreras levantadas por los privilegios
absurdos y el aislamiento monástico de las antiguas monarquías. La república asegurará la libertad de
asociación con tal firmeza que los trabajadores puedan resolver por sí mismos,
en el pleno goce de su dignidad y usando de todas sus libertades, el problema
social que ha de elevar las clases desheredadas a las regiones de la verdadera
vida.
La
República es el Estado reducido a sus
naturales límites y a sus funciones primordiales; la sociedad
sustituyéndose a las arbitrarias leyes de los antiguos gobiernos, la pena de muerte abolida, el sistema penal
reformado, las antiguas colonias
tanto tiempo presas y explotadas entrando en su autonomía, el presupuesto
rebajado en más de la mitad de su presente escandalosa cifra, las contribuciones indirectas abolidas, la
deuda pagada religiosamente pero convertida a una sola clase, las quintas y las matrículas de mar
Olvidadas para siempre, la realización completa de todo el programa
democrático.
Y
Como remate, como coronamiento de esta obra bendita, colocará inmediatamente la
República el ara de la patria emancipada
las cadenas de ochocientos mil esclavos; que no pueden continuar en la
servidumbre desde el momento en que se caiga la clave de todas las injusticias,
la esperanza de las restauraciones monárquicas.
Electores: ya os hemos dicho nuestro programa,
que debéis acoger, no por las oscuras personas que lo firman, sino por las claras
ideas que lo enaltecen. Id con él, abrazados a él, sin transacciones debilitan,
sin complacencias que matan la energía de los partidos; id con él a las urnas y
depositar a favor de él vuestro voto, seguros de que salváis la patria, y con
la patria Europa, y con Europa el mundo, cansado ya de llevar en su conciencia
los restos podridos de la monarquía y de la teocracia. Contémonos, republicanos;
sepamos cuántos somos, y sepa el mundo que aquí hay muchos ciudadanos que no
están dispuestos a renunciar a su soberanía, ni a doblar la rodilla y la espina
dorsal ante ningún rey de la tierra, ni a convertirse de libres en cortesanos.
Pero,
electores, id a las urnas con la calma
de los valientes, con la seguridad de los fuertes, respetando el derecho de
todos, para que todos respeten vuestro derecho. Desde que cayó la monarquía
antigua, a pesar de los votos del gobierno provisional por traernos otra
quimérica, la verdad es que estamos en República. La legalidad es la República;
el gobierno es republicano, porque ha recibido su investidura del pueblo, y
sólo ante la representación del pueblo deberá dar cuenta de su política y de
sus actos, y porque sobre él no se alza ninguna de esas coronas reales que
matan a los gobiernos populares con su sombra. Lo que esta República necesita
es ser legitimada por el voto de la Constituyente, y establecida, organizada
por leyes tan sencillas como sabias. De
suerte que hoy, electores, lo conservador, lo esencialmente conservador es la
República; mientras lo anárquico, lo desordenado, lo perturbador es la
monarquía.
Así,
mientras las libertades de reunión y de asociación existan, mientras la
imprenta sea libre, mientras el sufragio universal no se falsee ni se limite,
mientras los derechos individuales, en fin, se vean respetados, importándonos poco
los hombres y los partidos que gobiernen y los errores secundarios que cometan;
debemos encerrarnos dentro de la legalidad y legalmente difundir nuestros
principios.
Por
lo mismo vuestro comité os encarga el deber más completo, el mantenimiento de
la tranquilidad pública a toda costa y a todo trance. El pueblo que, teniendo
el derecho de reunión, la libertad de imprenta y el sufragio universal, apela a
los tiros y no a los votos, apela a las armas y no a las ideas, ese pueblo es
un pueblo suicida. Las sociedades no pueden vivir en una perturbación continua.
El derecho no se puede exigir sino cuando no se cumple el deber. Los ciudadanos
jamás verán respetadas sus libertades, si no comienzan por respetar ellos primero
la autoridad. La historia enseña que es fácil conquistar la libertad y difícil
conservarla.
La
historia enseña que muchas veces se ha perdido tan precioso bien por la
inexperiencia de los pueblos y, no lo dudéis, los que os inciten al desorden, a
la rebelión, quieren perderos. Y nosotros os excitarnos al orden y al respeto a
la autoridad, nosotros que remos salvaros. Es un axioma, que nunca nos
cansaremos de repetir, el siguiente: cuando se pone a una sociedad en la dura
alternativa entre la anarquía y la dictadura, opta, guiada de instintos
conservadores incontrastables, opta siempre por la dictadura. Tengan hoy los
gobiernos, en medio del oleaje de las libertades públicas, una seguridad que
jamás tuvieron bajo el capricho de los monarcas, y habremos salvado la patria y
habremos hecho indispensable la República.
Electores:
calma, tranquilidad, orden, respeto a todos los derechos, apoyo a toda
autoridad legítima; ejercicio pacífico de todas las libertades; observancia
escrupulosa de la moralidad pública; horror al criminal que ataque el orden
cubriéndose con apariencias tribuno; mucha madurez política, y cuando se
convoquen las Constituyentes, enviad diputados que digan: queremos salvar la
república, porque todos la hemos conquistado con nuestro valor; queremos
conservar la república, porque todos la hemos merecido por nuestra prudencia.
Salud
y fraternidad.
Madrid
17 de noviembre de 1868.
Presidente,
José María Orense. Vicepresidente, José Cristóbal Sorní. Blas Pierrad,
Estanislao Figueras. Emilio Castelar. Francisco García López. Roque Barcia.
Juan Pico Domínguez. Diego López Santiso. Ramón Chíes. León Taillet. José
Benito Pardiñas. Pedro Pallares. Cesáreo Martín Somolinos. José García Cabañas.
Santiago Gutiérrez. Valentín Corona. Diego María Quesada. Francisco Córdova y
López. Ángel Cenegorta. Eusebio Freixa. Adolfo Joarizti. José Guisasola.
Secretarios, Ceferino Tresserra. Antonio Orense. Julio Vizcarrondo. Federico Ordax
Avecilla.
FUENTE:
La Igualdad 18 de noviembre de 1868.